26 de marzo de 2020

Una guerra que no es una guerra


La metáfora de la guerra se ha instalado en la gestión de la crisis y está recibiendo críticas desde diferentes posiciones, así como la participación del ejército. Endika Zulueta, que en su día fue insumiso, hace una crítica sin piedad tanto al uso de la terminología como a la presencia de mandos militares en la rueda de prensa de Fernando Simón aquí.


Lakoff y Johnson, en uno de los trabajos seminales para entender las metáforas y su implicación en el juego político (que después Johnson desarrollará en No pienses en un elefante) explican que la metáfora, al hacer su tarea comunicativa de expresar una cosa en términos de otra, resalta algún aspecto de la realidad y termina oscureciendo o eliminando otras. Precisamente ponen el ejemplo de “la discusión es una guerra”, una idea que genera metáforas como atrincherarse en posiciones, crear frentes o plantear batallas. Los elementos cooperativos de la discusión (un término que en castellano tiende a opacar su elemento argumentativo frente al componente de enfrentamiento) desaparecen del todo en esas metáforas.


En este caso, la elección por parte de los gobernantes de países democráticos del término guerra se hace para dejar constancia de dos elementos que emparentan esta crisis sanitaria y la confrontación bélica. Primero de todo, que te puede matar. Parece obvio, pero en mi entorno de personas educadas y con acceso a los medios aún hay gente capaz de relativizar tanto el alcance de la pandemia como su letalidad. Como si las UCIs desbordadas fuesen una construcción de los medios, un documental fake rodado con no sé sabe qué extrañas ambiciones de control social.


En segundo lugar, la metáfora funciona porque ambas realidades requieren de medidas drásticas que afecten a la población. ¿Cuándo fue la última vez que se recluyó en sus casas a oda la población española? Posiblemente nunca a excepción de los toques de queda de la guerra civil. Desde luego, yo no las he vivido en mis 48 años de vida. 


No es que la metáfora apele al miedo: es que la gente tiene miedo. Sobre todo, porque no sabemos lo que va a pasar mañana y manejar la incertidumbre se nos da mal, puesto que nuestras vidas se basan en la presuposición de que lo que ayer era de una manera mañana será igual ("la estructura del mundo puede suponerse constante y mis experiencias anteriores siguen siendo válidas, según Habermas)


Personalmente, ver al Ejército hacer su trabajo, aquel que le han encomendado las autoridades civiles, me parece estupendo. Movilizar al ejército transmite la idea de que el Estado está movilizando todos sus recursos. Y en esta ocasión los militares no llevan armas, sino otros útiles que permiten desinfectar aeropuertos o residencias de ancianos dejadas de la mano de Dios por empresas rapaces y administraciones consentidoras. Sólo el ejército tiene la capacidad de movilizar con urgencia el personal y los recursos para construir un hospital de 5500 camas en medio de un pabellón de ferias. 


Es posible que la aparición de Fernando Simón acompañado por mandos militares sea una apelación a la autoridad, pero cuando uno ve que a la salida de Valencia se generaban el viernes atascos para salir a las segundas residencias, o que la gente sale a correr como si no pasara nada mientras sus vecinos estamos confinados en casa desde hace una semana, la sensación de que hay gente que necesita de al menos un tirón de orejas es difícil de evitar.

Decía Foucault que el cuidado de si mismo es la primera condición que se precisa para generar una sociedad democrática; solo quien tiene lo suyo resuelto está en condiciones de preocuparse por los demás y llevar a buen término esa virtud cívica. Es por eso que en los aviones te dicen que si la cabina se despresuriza primero debes ponerte tú la mascarilla y después ayudar a los demás. Es por eso que el primer deber de los sanitarios es cuidarse de las medidas de protección. Cuidar de uno mismo requiere disciplina, esa que tienen los atletas, los aventureros o los opositores: imponerse obligaciones y velar uno mismo por su cumplimiento. 


La disciplina grupal es más complicada, porque no depende de la voluntad de uno, y esta a veces entra en conflicto con las normas del grupo y las ambiciones de los otros. Discutir las normas es esencial en una sociedad democrática. Pero en situaciones extremas entretenerse en la discusión no es buena idea. Tener una Unidad Militar de Emergencias que acata órdenes permite movilizar muchos brazos en un instante y ser eficaces en la respuesta, a instancias de una autoridad civil que sí nace del debate y está expuesta a la crítica.


Exigir disciplina a los ciudadanos, pedirles que cumplan las normas excepcionales de este periodo excepcional, no está reñido ni con la buena vida comunitaria ni con la solidaridad. Las comunidades de vecinos se han inundado de carteles que ofrecen ayuda para salir a comprar o a por medicinas, los canales digitales han puesto a disposición de la gente recursos para que este encierro sea algo más llevadero. 


Hasta donde yo sé, no se han limitado mis derechos más allá del de movilidad, y creo que las razones han sido expuestas y se justifican. Volver a dar la matraca con el rechazo al ejército y a la autoridad y a la disciplina desde la izquierda, apelando a no se sabe qué derechos coartados, es volver a las catacumbas de la izquierda. Pone, una vez más, en evidencia que el lenguaje de la ideología habla por nosotros, y nos impide acercarnos a otros ciudadanos que están en otras coordenadas ideológicas (o en ninguna). Aquellos que sí tienen miedo, que reclaman que se haga cumplir la ley, porque esta vez nos jugamos la vida.

18 de marzo de 2020

Perder un mes no es perder la vida



Este señor de la foto es el Cojo Manteca. Todos los que hemos estado en el instituto en la segunda mitad de los ochenta recordamos su estampa; se hizo famoso reventando farolas con sus muletas mientras los estudiantes tomaban las calles de las grandes ciudades el año que yo hice primero de BUP. Como vivía en una ciudad de provincias, la bronca callejera no llegó muy lejos ni fue muy sostenida, pero las consecuencias fueron las mismas que en el resto del país: pasé al menos un mes sin pisar las clases y algunas semanas más entrando y saliendo del instituto en nombre de la huelga, que nos acompañó de forma discontinua a lo largo de nuestros cuatro años de secundaria.

Todos asumimos que el temario de ese año sería más corto. Nadie pidió que se ampliasen las clases en el verano, nadie se rasgó las vestiduras. Seguimos estudiando y cada uno siguió su camino: algunos fuimos a la universidad. Unos lograron hacerse un camino como profesionales y los menos hicimos carrera académica. No parece que el mes de clase perdido haya tenido grandes consecuencias en nuestras vidas adultas.

Ahora, encerrados en casa por el coronavirus, los profesores nos vuelven locos a padres y alumnos enviando tareas sin ser capaces de calcular cuánto tiempo van a ocupar. Los métodos de envío son cambiantes y confusos y el manejo de la tecnología es torpe. Se intenta implementar clases a distancia sin asumir que la lógica de la enseñanza online no es la de la clase presencial: usamos internet para dar las mismas clases de Fray Luis de León. Y todo este esfuerzo y esta confusión nacen de la histeria de perder 15 días de clase con su enorme montaña de contenidos. 

Puesto que entre el plan de estudios de secundaria que yo cursé y el que hacen mis hijas median varias reformas educativas, es más que probable que se hayan sumado muchas líneas de contenidos a los currículos de cada asignatura. Pero hay otro cambio, más fundamental: hemos asumido una cultura de la productividad criminal que hace que sea imposible contemplar que simplemente hay temas que no se abordarán y contenidos que no se verán. Por eso no pasa nada. Todos podemos sobrevivir sin estudiar este año los planetas o el ciclo del agua o el objeto directo, porque esos conceptos volverán a aparecer en otro curso si son relevantes, y si no lo son se habrán olvidado porque en este modelo de turbo aprendizaje se estudian cientos de temas que después se abandonan para pasar al siguiente.

Quince días de clases perdidas no van a crear una generación más ignorante o menos capaz. Tampoco un mes. La ignorancia viene dada de antes por un sistema que hace que estudiantes de segundo de periodismo sean incapaces de escribir un mensaje inteligible explicando a su profesor por qué merecen más nota en el examen. Un sistema que apila los comentarios a paladas como se apilan las bostas de las vacas, sin reflexionar, sin profundizar, sin analizar críticamente, simplemente por quitárselos de encima. 

Lo que más debe temer esta generación es este ambiente tóxico en el que cada minuto debe estar programado, exprimido, aprovechado y racionalmente aprovechado. Esta es su vida escolar. Y vete preparando, porque como decía Irvine Welsch, si te gustó la escuela,  te encantará el trabajo.