25 de abril de 2006

PIPILOTTI ¿QUIÉN ES LIBRE DE SALTARSE LAS NORMAS?

Instalación de Pipilotti Rist en el MUSAC de León. Una rama de árbol sale de la pared; de ella cuelgan diversos objetos, la mayoría trozos de plástico procedentes de envases industriales. Al fondo se proyecta un video. Los objetos colgantes se mueven y crean sombras cambiantes sobre el fondo, dando una sensación transparente y onírica, creando “una pieza que remite directamente al mundo lúdico de los móviles pero con una intención expresiva que va más allá del mero entretenimiento” según el catálogo.

Nos acercamos un grupo de adultos con un par de niños. Empujamos suavemente uno de los objetos. La vigilante nos regaña diciendo que la obra es sólo para mirar. Eva, mi bebe de 9 meses, está alucinada con la instalación. Alguien sopla para que se muevan los plásticos. Nueva regañina de la responsable de la sala: “ni se puede tocar, ni se puede soplar. Es sólo para mirarla. La obra es así y es así”. No, no, te equivocas, le digo. Mira aquí, el catálogo dice que tiene carácter lúdico, así que es para jugar. Lo pone aquí, no me invento nada. La chica se escabulle mientras yo sigo refunfuñando. Esta es la primera vez que yo, que soy habitualmente un buen chico educado, me dirijo de este modo al personal de un museo.

Intento organizar mi indignación. Pippilotti puede ponerse las reglas del arte por montera, puede hacer lo que quiera, puede jugar con las expectativas del público –como en otra de sus instalaciones, donde las imágenes nunca permanecen en pantalla el tiempo suficiente para aprehender su sentido- porque no sólo es una artista, sino que hace arte contemporáneo. Cercano a ella, el comisario de la exposición puede escribir lo que quiera, ajeno a sus repercusiones (más allá del prestigio o problemas que un texto desafortunado podría causar entre sus iguales) Todo muy libertario, muy democrático, muy pretendidamente anárquico. Muy demagógico. Porque el museo sigue siendo un espacio controlado, con vigilantes en cada sala, que no sólo se ocupan de que el público no rompa los juguetes (tremendo problema en este caso, cuando todo lo que hay colgando es producto de desecho industrial), sino que los usen de la manera correcta. No se puede soplar, no se puede jugar, pero se pueden escribir textos sobre lo lúdico y lo democrático del arte y producir obras que se apoyan en ese discurso.

El artista y el comisario son libres para romper las reglas; es más, en un centro de arte moderno se aspira a que lo hagan. El público, sin embargo, debe ser obediente y disciplinado, participar sólo cuando se le pida explícitamente. Y claro, el Estado debe invertir en estos espacios y estas obras porque es una necesidad social apoyar la cultura, sobre todo sus manifestaciones más minoritarias. Una cultura que, por mucho que los sesudos textos de los “curators” digan, no ha roto con los mitos del arte burgués: el artista pone las reglas de juego, el espectador las ejecuta, la institución, a lo Foucault, se encarga de vigilar y castigar si soplamos, si decidimos que el carácter lúdico de una obra nos permite interactuar con ella y lanzarnos a jugar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Experiencia muy parecida esta Semana Santa visitando la exposición de los cinéticos del Reina Sofía con mi hijo de 4 años, como muchos otros padres incautos seguimos la sugerencia de los periódicos que lo recomendaban para ir con niños. Muy diferente desde luego a lo que puede ser pasearte con niños por la Tate Modern por ejemplo. No te cuento ya si vas a un museo no "moderno" como el Prado, desde que entras con el rorro te persiguen los vigilantes. Eso sí quizás en lugar de dejar de ir a estos sitios con nuestra prole, para evitar todas esas sensaciones, sentimientos de los que hablas, podríamos ir en plan desafío-performance-venimos con los críos a tocar y a correr.