En el forum de
Como ha dicho Bauman, para esa élite lo multicultural mola, es algo en lo que se entra y se sale, y es, sobre todo, algo que se consume y se compra. Cuando uno se siente multiculti, se da una vuelta por Lavapiés, compra un mueble de wengé y se da un atracón de sushi. Para el que tiene una casita en Lavapiés y ve como el barrio cambia y ya no lo reconoce, no es algo para celebrar (esto mismo dijo Steiner hace 15 días en El País y la prensa británica lo ha crucificado).
Debería haber escrito en primera persona este texto. Yo soy uno de esos a los que Calhoun ha criticado. Creo que lo hace con razón. Jugamos demasiado a los cosmopolitas, igual que jugamos, los intelectuales de izquierdas, a cambiar el mundo de congreso en congreso. Pero creo que la crítica no va tanto hacia los sentimientos de esa élite cultural sino hacia la contradicción entre su día a día y su discurso. Yo vivo en un barrio, conozco a mucha gente de mi edificio, mi mujer tiene amigos aquí de cuando era niña, tengo buenos amigos a un par de calles. Me mezclo, aunque sea tangencialmente, con el mecánico y con el frutero. Recorro la calle, y por eso tengo espacios para el encuentro y para la sorpresa. Vale que uso los aeropuertos y los AVE, pero al menos he logrado escapar a la tiranía de la urbanización, ni ciudad ni campo, espacio de aislamiento, de coche y de centro comercial.
En el fondo, la discusión entre ciudadanía global y local está muchas veces desenfocada. Yo soy tan miembro de ese ente de razón global llamado mundo académico como de un barrio con calles, plazas y bares como Prosperidad. Ser ciudadano del mundo no me exige dejar de ser ciudadano de mi calle. Es más, me permite seguir siendo, al tiempo, madrileño y gallego, tener tantas ciudades, tantas patrias, como quiera. Por mucho que sea tan solo un estado de ánimo que se confronta con los papeles de identidad, es algo bueno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario