Crear espacios para discutir
sobre periodismo siempre es una buena idea. Hablar de lo que uno hace no solo
es terapéutico, sino que también es una vía de conocimiento, ya que obliga a
ordenar y priorizar ideas. Con estas premisas, que por fin se haya celebrado un
congreso de periodismo cultural (Santander, 10 y 11 de abril) es una excelente
noticia.
El hastag #periodismocultural fue
trending topic durante los dos días, lo que es una sorprendente noticia. No sé
si achacarlo a oscuras (y grandiosas) habilidades del equipo de comunicación o
a un interés real hacia el tema. Esta segunda opción echa por tierra buena
parte de los argumentos lastimeros escuchados durante el congreso: la cultura
está hecha añicos, no pasa nada que merezca la pena, el periodista cultural no
pinta nada… La explicación a esta aparente contradicción es simplemente
generacional; teniendo en cuenta que la mayor parte de los ponentes ya son
entrados en años, atesoran años de experiencia
y se expresan desde los medios
instalados. Sus referentes culturales ya están consolidados cuando no
exprimidos y agotados; han tocado techo y ya son intocables. Estos periodistas
llevan demasiados años de vida en común
con sus objetos informativos y comparten con ellos, además de mesa y mantel con
frecuencia, el miedo (cuando no el
desprecio) hacia los que vienen por detrás. Tuvo que ser Tomás Fernando Flores,
de Radio3, quién pusiese las cosas en su sitio: hay una cultura viva que genera
interés, pero los viejos formatos y las viejas prácticas y las viejas voces no
quieren o no pueden reconocerlo.
La realidad parecía estar
reticente a colarse en las mesas del congreso. La cultura no soltaba su
mayúscula ni por asomo. Pocas voces se lanzaron a señalar los problemas de
relación del periodismo cultural con la política y con la industria. Pocas
voces señalaron que el principal problema del periodismo cultural es que vive
colgado de una agenda que marcan las novedades editoriales, los estrenos de
cine y las visitas de las estrellas. Pocas voces señalaron las dificultades de
hablar de temas novedosos en un entorno en el que la producción cultural está
concentradísima en pocas manos que, además, suponen un importante ingreso para
los medios a través de su inversión publicitaria. Javier Torres, de la SER,
señaló que en ninguna sección ha notado tanta presión para modelar las noticias
como la que hacen las editoriales para que sus libros salgan en las noticias. PeioH. Riaño se atrevió a repartir estopa: “necesitamos morder más y relamer
menos”. Martín Caparrós también hincó el diente: “demasiados periodistas
cuentan menos de lo que saben”. Y, desde la periferia, Xesús Fraga recordó que
hay otras culturas en España que también merecen atención y respeto, mientras
que la mayoría de la información cultural solo reseña aquellas cosas que
circulan por el centro.
Desde Twitter muchas preguntaban
si se hablaba de jefes incompetentes, sueldos de miseria, condiciones precarias
y tiempos cortos. Si se hablaba del papel de las mujeres en un mundo en el que
el poder lo ostentan los hombres. Si se hablaba de ministerios, consejerías,
inauguraciones y eventos variados generosamente patrocinados por las
instituciones, o de premios concebidos para sacar a la luz nuevos talentos y
que siempre se llevan los conocidos del editor, a su vez amigo del presidente
del jurado. Pero el periodismo cultural no parece ocuparse de eso.
Aterricé en Santander impulsado
por la necesidad de buscar respuesta a las escasas controversias que el mundo
de la cultura genera. Las controversias son más entre periodistas que entre estos y la realidad cultural. Se
escenificó cuando salió el siempre espinoso asunto de las lenguas de España.
¿Por qué las cartelas del Museo del Prado están en inglés y no en euskera?
Cuando la discusión empezaba a tomar cuerpo, una voz desde la platea la cortó rotundamente:
“eso es una cuestión política y aquí estamos para otra cosa”. Fueron muchas las
voces que resaltaron que la cultura es importante y que debe permear todas las
secciones del periódico; ninguna explicó el porqué de esa importancia. Quizás
hubiese merecido la pena insistir en que, como vengo defendiendo, la cultura es
el laboratorio de los cambios sociales (una idea que también mantiene Esteban
Hernández en El fin de la clase media).
La sensación final es que hubo dos
congresos paralelos. Uno que vehiculó las palabras desde la mesa de debate, más
monológica que en diálogo, cerrada a intervenciones externas. Pesimista,
cansina. Otro, un debate desde los márgenes, con buena parte de los que estaban
frente a la mesa a través de twitter: gente más joven, menos resabiada, con más
entusiasmo. Gente que habla de libros en vez de contar lo que le contó su amigo
Herralde el día que bla bla bla… Periodistas que han probado nuevos formatos y
que saben que el pasado no va a volver, que no tienen nostalgia de un esplendor
que no conocieron, que están más al cabo de la calle y que tratan a la cultura
con menos reverencia y más pasión, con menos inercias y menos favores que
pagar.
Esta brecha se repite en todos
los sectores de la cultura, entre los que llegan de nuevas y los que aún
suspiran por los tiempos pasados en los que, sin duda, les fue mejor. De cara a
nuevas ediciones del congreso, estaría más que bien darle voz a este debate en
lugar de condenarlo a la marginalidad.
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