10 de marzo de 2009

Hasta el gorro de los autores y sus recaudadores

Acabo de llegar de intentar hacer una docena de fotocopias de un libro de 300 páginas, más que nada para evitar el engorro de tomar notas o ponerme a escanear en casa. No lo he conseguido.


La papelería de la esquina me dice que no fotocopian libros, porque, de vez en cuando, CEDRO les manda una carta recordándoles que tienen que tener una licencia para hacer fotocopias. Lo que CEDRO se olvida de contarles es que esa máquina ya ha pagado un coste por hacer esas copias que no se pueden hacer: puesto que “los fabricantes e importadores de equipos y soportes idóneos para la reproducción de obras, que vayan a destinarlos a la distribución comercial o utilización dentro del territorio español” tienen la obligación de pagar el canon por copia privada, o te has comprado la fotocopiadora en el mercado negro –difícil, porque son máquinas que requieren de mucho mantenimiento- o se me está sisando, por persona interpuesta, un derecho.


Leo en la web de CEDRO que el coste de una licencia para un establecimiento de ese tipo, que hace algunas fotocopias pero que se dedica fundamentalmente a la venta de libros y cuadernos, es de 50 € al año. No mucho, pero una buena pasta si se multiplica por todas las papelerías del país. Aún así, se establece límites de cuantas páginas se pueden copiar: sólo un 10% de un libro. Vaya, el Ministerio de cultura me dice que “puedo hacer una copia privada de cualquier tipo de obra o prestación protegida que se haya divulgado” y no habla para nada de límites.


Sutilezas jurídicas al margen, lo cierto es que me acaban de impedir ejercer un derecho que yo tengo en nombre del interés de los autores. Yo, inocente, sigo pensando que el interés máximo de un autor es que lo lean y que lo divulguen. Mientras tanto, de la mano de la larga sombra de la posible multa, los pequeños tenderos pagan y callan. Recuerda demasiado a cierto género fílmico en el que el pago y la amenaza van de la mano.


Cada vez más, tengo la sensación de que es necesario poner más y más límites al derecho de los autores. En una cultura viva y libre, la libre circulación del material cultural debería ser el principal motor. Imaginemos que Dylan decida que nunca más se divulguen los discos de su etapa cristiana. ¿No deberíamos cuestionar hasta dónde llega esa derecho? De momento, como bien dice José Luís de Vicente, la copia privada es, cada vez más, un derecho virtual.


NOTA: todas las citas han sido extraídas de la web del Ministerio de Cultura sobre Propiedad Intelectual: Copia Privada

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