Cada día es más complicado escapar a lo que el
sociólogo César Rendueles (2013) ha llamado “ciberfetichismo”. Y parece que los MOOC forman parte de esta
miríada de actividades en torno a la información y gestionadas por las
tecnologías digitales que aparecen en el espacio público como por arte de
magia, como una moda, fascinando con sus números y con sus posibilidades. En
lugar de pensar los MOOC como una herramienta más en manos de profesores,
estudiantes e instituciones educativas, parece que van a ser la solución a
todos los problemas de la educación superior y del aprendizaje a lo largo de la
vida.
Creo sin embargo que lo MOOC abren nuevas
posibilidades educativas. Son, como señala Popecini “una solución para un área
de la educación superior”.
Pero estas posibilidades deben
insertarse en el contexto global de la educación, que no es deslindable de las
transformaciones que está sufriendo el nuevo capitalismo informacional
(Castells, 1998).
¿Qué suponen los MOOC para un profesor? Para
empezar, trabajo extra. Ignorar que los formatos educativos online suponen un
esfuerzo para adaptar, y a veces para crear ex novo, los materiales más
tradicionales lleva al fracaso de cualquier iniciativa innovadora. Organizar un MOOC supone partir de la premisa
de que el grupo puede ser extenso y por tanto inmensamente variado en cuanto a
procedencias geográficas, culturales y educativas. Supone, además, cambiar el
paradigma desde el que damos las clases, que siguen siendo terriblemente antiguo,
basado en derivaciones de la lección magistral (véase el ejemplo que ofrece
Norvig en su charla TED). En general, es un modelo
tremendamente dirigido por un programa que el profesor establece. Y, a la vista
de que los xMOOC se están imponiendo como modelo de curso masivo online, no
parece que este cambio de perspectiva se esté llevando a cabo.
No parece que las universidades que
ofrecen MOOC estén por la labor de
reconocer, con Siemens (2004, 9), que “nuestra habilidad para aprender lo que
necesitamos mañana es más importante que lo que sabemos hoy”. Si queremos
aprovechar las nuevas posibilidades tecnológicas para cambiar la educación
superior, quizás tendríamos que arrancar por un rechazo frontal a todo aquello
que recuerde a Fray Luis de León declamando desde el púlpito. Citando de nuevo
a Siemens (2004, 8), aceptar que “el conocimiento completo no puede existir en
la mente de una sola persona requiere de una aproximación diferente para crear
una visión general de la situación”. Y eso obliga a modificar la forma en la
que manejamos “la gestión y organización de recursos para lograr los resultados
esperados”.
Además de cambiar el paradigma educativo, que convierte al profesor no en un enseñante sino en un facilitador (Prensky, 2011), el otro gran problema del encaje de los MOOC en la universidad que conocemos ahora es la evaluación. Hace un par de años tuve una profunda discusión con mi decana sobre para qué sirve la universidad. La decana insistió en que el valor de los cursos de la universidad es el título o certificado que ofrecen, y no la información y educación aportada a los estudiantes. Mientras las universidades piensen así, estarán haciendo el juego a un mercado laboral cada vez más pervertido, ofreciendo títulos devaluados. Una vez más, parece claro que no está madura la idea de que nuestro trabajo como profesores no es decirle a la gente lo que tiene que saber, sino cómo aprender lo que ellos necesitan. Nosotros aportamos las preguntas y las respuestas; un modelo conectivista (o coasociativo, como lo llama Prensky, 2011), deja que sea el estudiante el que formule las preguntas y busque, con ayuda, el modo de responderlas.
Además de cambiar el paradigma educativo, que convierte al profesor no en un enseñante sino en un facilitador (Prensky, 2011), el otro gran problema del encaje de los MOOC en la universidad que conocemos ahora es la evaluación. Hace un par de años tuve una profunda discusión con mi decana sobre para qué sirve la universidad. La decana insistió en que el valor de los cursos de la universidad es el título o certificado que ofrecen, y no la información y educación aportada a los estudiantes. Mientras las universidades piensen así, estarán haciendo el juego a un mercado laboral cada vez más pervertido, ofreciendo títulos devaluados. Una vez más, parece claro que no está madura la idea de que nuestro trabajo como profesores no es decirle a la gente lo que tiene que saber, sino cómo aprender lo que ellos necesitan. Nosotros aportamos las preguntas y las respuestas; un modelo conectivista (o coasociativo, como lo llama Prensky, 2011), deja que sea el estudiante el que formule las preguntas y busque, con ayuda, el modo de responderlas.
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