Me quejo repetidamente del bajo
nivel de muchos de mis alumnos en la facultad de Periodismo. Son tantos que
eclipsan el brillo de los buenos alumnos (de las buenas alumnas, siendo
preciso). ¿Por qué está esta gente en la facultad? Escriben mal, hablan
torpemente, leen lo mínimo, no se cultivan, no ven mundo, no tienen espíritu
crítico ni opinión propia.
Estos alumnos (son muchos, pero
no la mayoría) no quieren ser periodistas. Quieren salir en la tele y ser
famosos. Frente a ellos se despliega un modelo perverso: Sara Carbonero se
convierte definitivamente en icono mediático cuando se casa con Casillas;
Cristina Pedroche se pasea por los fotocalls de la mano de su pareja el chef de
Diverxxo; Lara Álvarez airea en redes sociales su relación con Fernando Alonso.
Diréis que esta es una postura
machista. No lo creo, pero sí defiendo que el machismo está en el origen del
asunto. Cuando uno de los valores, probablemente no el menor, a la hora de
contratar a alguien es su belleza, estamos en territorio de la discriminación
de las mujeres, como denunció recientemente Rosa María Calaf en las jornadas
Periodismo, mujer y comunicación.
Se supone que los periodistas
somos gente invisible, que es precisamente nuestra discreción y moderado
anonimato lo que nos coloca en situación de ser testigos de hechos que terminan
llegando a las audiencias. Pero ahora el periodismo, cierto periodismo, es sólo
un trampolín hacia la celebridad. Los que debían estar entre bastidores están
bajo los focos.
Los medios y las cadenas están
encantadas. Ya no contratas a una trabajadora, contratas a un icono, un modelo
a imitar. Una prescriptora de moda y de estilo. Cuando la contratas te haces
con sus seguidores en redes sociales y los sumas a los de tu cadena. El
prestigio periodístico y profesional va por un lado, la fama va por otro. Y la
fama parece tener más valor en la cuenta de resultados de nuestros muy
financierizados medios. La tesis de Elena García Herrera, en curso, se me
antoja más importante cada vez que pienso un poco sobre esto.
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