Dice Sergio del Molino en su artículo en El País que es
posible ser un misántropo y, al tiempo, un demócrata impecable. Que los demás
son una molestia la mayor parte del tiempo a los que, como mucho, se soporta.
Viene a decir que el problema de nuestra democracia es que nos exige querer a
los demás y, por extensión, el problema es el protagonismo de los sentimientos
en la esfera pública. “La sociedad es esa masa que se cuela en la fila y
aplaude a destiempo en un concierto”.
La democracia se identifica, por tanto, con un conjunto de
derechos y con el respeto a unos procedimientos. Materia abstracta, intangible,
ajena. Una manera higiénica de lidiar con extraños con los que no tenemos gran
cosa en común. Los sentimientos son esas extrañas cosas que les pasan a los
otros, sobre las que no se puede discutir: nadie puede negar el sentimiento
ajeno por muy irracional que este sea.
Este racionalismo misántropo (que parece una de las
resultantes del giro a la derecha de El País en los últimos años) tiene un poco
de thatcherista. De asumir que no existe la sociedad, sino los individuos y sus
derechos. La deriva del independentismo catalán no ha hecho más que cargarlos
de razón. Mezclar política y sentimiento es caer en los brazos de un monstruo
que devora a ciudadanos individuales para execrarlos como sucia colectividad.
El problema es que vivimos en común. Compartimos espacios y
momentos con gentes que no elegimos. Podemos mudarnos a la casa más perfecta y
mejor ubicada: la experiencia de compartir rellano con vecinos huraños puede
convertir esa casa en un purgatorio. Al revés, tener vecinos amables, de
charleta relajada en el ascensor, hace nuestra vida mejor. No sólo en lo
anímico: llegará el día en que tengamos que tomar decisiones en común, y
entonces esa empatía hará que sea más fácil lograr que mi vecino apoye mis
posiciones.
“El propósito de la democracia es convertir a cada hombre en
un artista”, dijo Burroughs. La democracia no es solo un método de gobierno, un
conjunto de maneras concatenadas para tomar una decisión. Para los griegos, era
un ingrediente necesario de la buena vida, una forma de gestionar lo común a la
que tenían acceso sólo los mejores, puesto que no todos eran ciudadanos. Frente
al retrato huraño de la sociedad que hace Del Molino, me quedo con el retrato
de la democracia que hace César Rendueles.
La democracia “tiene algo de locura, si uno se para a pensarlo.
Significa que el majadero ese del Porsche Cayenne, la tía que suelta un par de
pitbulls en un parque lleno de niños o los poligoneros del centro comercial
tienen el mismo derecho a intervenir en la vida pública que tú”. Es decir, me
obliga a gestionar mis sentimientos frente a esos impresentables, no a meterlos
en la nevera de mi casa. Por eso, dice Rendueles, la democracia es más que un sistema de
gobierno: es poner en marcha la tarea mágica de la vida en común, basada en una
ética orientada a “la construcción de una vida buena en el contexto de las
normas de una comunidad”.
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