Recupero una reflexión surgida en el seminario
Transformation of the public sphere (Hildesheim, Alemania) sobre
el papel de la sinceridad como valor defendido en la comunicación desde las
redes sociales.
La burguesía siempre fue criticada por su
hipocresía. Como se ve perfectamente en las novelas victorianas, la vida social
era una vida de fingimientos y poses ajenas a toda naturalidad. En contraste,
las clases bajas se caracterizaban precisamente por su desprecio de las formas
de cortesía y por “decirse la cosas a la cara”. Del mismo modo, esa misma
acusación es la que los adolescentes hacen a sus padres; la vida adulta es
aquella vida falsa, llena de limitaciones y constreñimientos, en la que no se
externaliza lo que se piensa debido al peso de las reglas sociales.
La educación y el civismo requieren que, en muchas
ocasiones, no digamos lo que pensamos. Una persona madura se distingue
precisamente del adolescente por la mesura, por la capacidad de medir el
alcance de lo que piensa y en consecuencia modular su expresión en función de
las posibles consecuencias.
Las discusiones en las redes sociales tienen poco
de maduras o cívicas. Tienden a ser confrontaciones pasionales en la que lo
importante parece ser humillar al otro y no llegar a un punto de encuentro.
Tienen, por regla general, poco de controversias y mucho de mera confrontación y linchamiento
En este entorno comunicativo marcado por la
agresividad y la polarización, se reivindica la sinceridad como valor político.
Decir lo que uno piensa “sin complejos”, llamarle al pan, pan y al vino vino,
es una de las reglas de oro del discurso populista. Todo límite al discurso
desatado y a la verborrea es presentado como una imposición progre, el reino de
lo políticamente correcto y el fin de la libertad de expresión. Así, la sinceridad se identifica con el insulto y la ofensa, y la civilidad con la
censura.
Es el triunfo no sólo de la inmadurez, sino
también del egoísmo. Sabemos, desde Bajtin, que una de las claves de la
comunicación es la incorporación del discurso del otro en el propio. Incluso
antes de iniciar un enunciado, mi interlocutor ya está presente, y en función
de lo que sé de él y de los que espero del proceso de comunicación construyo mi
mensaje. La empatía es el elemento central del diálogo, que es el modelo de
todo proceso comunicativo.
Ser sincero es, en ocasiones, ser egoísta y obviar
a mi interlocutor y el daño que mi enunciado puede hacerle. Pero ser concernido
por la reacción del otro también tiene un límite. En democracia no existe underecho a no ser molestado, a no ser interpelado, a no ser discutido. Sin
embargo, escuchamos cada vez más demandas de colectivos para crear espacios seguros, lugares sociales y comunicativos en el que no se mencionen temas que
pueden causar dolor o molestia. Ciertas voces sugieren que estamos criando una generación de jóvenes incapaces de enfrentarse a sus miedos y sus problemas, lo
que requiere primero de identificarlos para después confrontarlos.
La sinceridad, por tanto, es problemática en dos
direcciones. Es reivindicada como un derecho por unos a los que nos les
importa el daño que pueda causar. Y como algo a evitar desde posiciones
hiperprotectoras que ponen la seguridad personal por encima del valor liberador
del cuestionamiento. Decidir cuándo limitarla y cuando extenderla parece un
asunto que requiere echar mano no sólo de la teoría sino también de la política
y la ética.
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